Su hambre quedó, pues, por un momento harta, pero no su sed, que aumentó tras la ingestión de esos moluscos naturalmente especiados. Se trataba, por consiguiente, de hallar agua dulce, y no era verosímil que faltara en una zona tan caprichosamente accidentada. Pencroff y Harbert, tras haber tomado la precaución de completar sus bolsillos y sus pañuelos de dátiles de mar hasta realizar un notable aprovisionamiento de estos, volvieron al pie de la alta muralla. La alta muralla, como hemos dicho, tenía una altura de trescientos pies y era un bloque absolutamente sólido; no en su base, solamente lamida por el mar, presentaba la menor fisura que pudiese ser útil de morada provisional.
John y Michael se echaban carreras, Michael con virtud. Recordaban con desprecio que no hacía tanto que se habían creído fundamentales por poder volar por una habitación. —ha dicho Harbert, cuyo piadoso corazón rebosaba de agradecimiento hacia el Autor de todas las cosas. —En cualquier caso, semeja bastante grande —respondió el joven.
Mirando Hacia El Futuro
Si Nana estuvo con ellos ahora le habría puesto a Michael una venda en la frente. La segunda a la derecha y todo recto hasta la mañana. Pese a cambiar radicalmente de modo de vida, Haziran acaba en la isla y su sendero se cruza con el de Poyraz, un chico que ha nacido y crecido allí y que tiene conceptos muy diferentes de los de la protagonista. Desde el momento en que se vean por primera vez, quedarán unidos para siempre y destaparán algún que otro misterio por el camino. —No disponemos más que esperar a que baje —restituyó el marino— y será ella la que se encargue de transportar nuestro combustible a las Chimeneas.
Los dátiles de mar eran unos moluscos de concha oblonga, unidos en racimos y muy adheridos a las rocas. Pertenecían a esa clase de moluscos perforadores que hacen orificios en las piedras más duras y su concha era redondeada en los 2 extremos, disposición que no se aprecia en el mejillón común. Sin embargo, Harbert, que había avanzado un tanto más hacia la izquierda, no tardó en apuntar unas rocas tapizadas de algas que la marea alta cubriría unas horas más tarde. Sobre esas rocas, en medio del resbaladizo varec, bullían moluscos de doble valva que unas personas hambrientas no podían desdeñar. Harbert llamó, pues, a Pencroff, el cual se apuró a acudir. De momento se sentían menos aterrados, por el hecho de que Campanilla se encontraba volando con ellos y con su luz podían verse los unos a los otros.
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Esa maroma vegetal fue atada a la popa de la balsa, y el marino la sujetaba con la mano al tiempo que Harbert, empujando la armadía con una extendida pértiga, la mantenía en el agua. El marino, seguido de Harbert, se dirigió hacia el ángulo que la linde del bosque formaba con el río. Los dos llevaban, cada uno en proporción con sus fuerzas, una carga de leña atada en haces. En la orilla había asimismo un sinnúmero de ramas secas, en medio de esas yerbas entre aquéllas que probablemente jamás se había aventurado el pie de un hombre.
A partir de ese punto, su curso proseguía mediante un bosque de magníficos árboles. Esos árboles habían conservado su verdor pese a lo adelantado de la estación, pues pertenecían a esa familia de las coníferas que crece en todas las regiones del globo, desde los tiempos septentrionales hasta las regiones tropicales. El joven naturalista reconoció más concretamente unos deodaras, muy numerosos en la región himalaya y que despedían un interesante aroma. Entre esos bellos árboles crecían grupos de pinos, cuyo opaco parasol se abría extensamente. En la mitad de las altas hierbas, Pencroff apreció que sus pies pisaban ramas secas, las cuales crepitaban como cohetes. Doscientos pasos más allá llegaron a esa hendidura por la que, según el presentimiento de Pencroff, debía discurrir un riachuelo caudaloso.
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—No soy bastante mago para eso —restituyó el marino—. Nos conformaremos con huevos pasados por agua, muchacho, y yo me encargaré de dar buena cuenta de los mucho más duros. Sin embargo, observaba la costa con la máxima atención. Frente sus ojos se extendía la playa de arena, limitada, a la derecha de la desembocadura, por unas líneas de rompientes.
—El inconveniente —observó Harbert— es que este sendero avanza en estos momentos en dirección contraria a la nuestra, puesto que la marea está subiendo. —Volveremos a verlo, Pencroff —restituyó Harbert—, y cuando venga, debe conseguir aquí una morada aproximadamente soportable. Lo va a ser, si tenemos la posibilidad de crear un hogar en el corredor de la izquierda y conservar una abertura para que salga el humo. Ya poseemos con qué sustituir los huevos de los que no disponemos. Ntes de nada, el notero le dijo al marino que lo esperase en ese sitio, donde se reuniría de nuevo con él, y sin perder un momento echó a andar por el litoral en la dirección que había seguido, unas horas antes, el negro Nab.
Pencroff y Harbert se volvieron entonces hacia el oeste. La primera cosa que detuvo su mirada fue la montaña de cima nevada, que se alzaba a una distancia de seis o siete millas. Desde las primeras cuestas hasta una altura de 2 millas, se extendían vastas masas boscosas, realzadas por grandes máculas verdes debidas a la presencia de árboles de hoja perenne.
Procuraron con los ojos si todavía flotaba algún resto del globo al que un hombre hubiese podido agarrarse. Pero cabía la oportunidad de que en ese momento los 2 estuvieran a tal distancia que no tengan la posibilidad de observarlos. —Bueno, muchacho —le ha dicho a Harbert—, aunque ignoro el nombre de estos árboles, al menos sé incluirlos en la categoría de «madera para abrasar», y de momento es la única que nos importa. El joven era muy entendido en historia natural, ciencia por la que siempre había sentido verdadera pasión. Su padre lo había empujado por ese sendero haciéndole cursar estudios con los mejores instructores de Boston, que le habían tomado afecto a ese niño inteligente y trabajador. Así pues, su instinto de naturalista iba a serles útil en más de una ocasión en lo sucesivo, y en su debut no se equivocó.
Esa leña, al estar muy seca, debía arder velozmente. De ahí la necesidad de llevar a las Chimeneas una cantidad considerable, y la carga que podían llevar dos hombres sería insuficiente. —Podremos, muchacho —respondió el marino—, y estas Chimeneas —Pencroff preservó ese nombre para su morada provisional— solucionarán nuestro inconveniente.
—Aprovisionémonos —contestó Harbert, poniéndose inmediatamente manos a la obra. —Pues procuraré una gruta en esas rocas —contestó Harbert— y acabaré por descubrir algún orificio donde podamos meternos.